Tiré del pomo hacia mí y giré la llave. La puerta se abrió ruidosamente. En el interior del edificio el viento sonaba inquietante e introvertido, casi amenazador. Encendí la luz y subí apresuradamente a la segunda planta. Me costó trabajo encontrar el hueco de la llave y de nuevo se abrió la puerta de forma ruidosa y pesada. La casa tenía un olor particular entre cálido y dulce, un olor de bienvenida que despertaba en mí un sentimiento profundo de gratitud cada vez que llegaba. Cuidadosamente fui encendiendo las luces que me hacían sentir a gusto. Me preparé un chocolate caliente. Me senté en la mesa frente a la ventana. Miré a través de la oscuridad intentando ver el mar que se extendía generoso ante mí. Deslicé la corredera para escuchar las olas susurrantes y sentí el aire salado batiendo en mi cara. Era un momento mágico, un momento en el que parecía que no existía nadie más sobre la tierra. Sólo la noche y yo, la inmensidad del mar y yo, ese aire oceánico, viajero, lejano, navegante, misterioso… y yo.
Aunque no lo diese a entender. Aunque no lo reconociese. Tenía “el corazón en un puño”. Estaba confusa e incluso asustada. Había llegado a esta casa obedeciendo a una llamada incomprensible que no atendía a razones, que me llevaba en volandas. Una llamada a la que no podía decir que no, porque todo mi ser estaba, de alguna manera, involucrado en ella. La llamada venía desde lo más profundo de algún lugar desconocido y yo sencillamente había acudido. Sólo sabía que quería estar aquí y estaba aquí.
A menudo me sentaba frente a la ventana durante el día y me quedaba como hipnotizada mientras observaba el movimiento del agua en la superficie, los remolinos entre las rocas, los tonos verdes cuando el arrecife quedaba cubierto por la marea alta. Y seguía mirando al mar como si el mar me hubiese traído hasta aquí para decirme algo…
El mar para un isleño es como un inmenso camino o como una cárcel. El límite hasta donde se puede llegar o el principio de un viaje hacia lo que no conoces. Cuando decides aventurarte en ese viaje, has de abandonar todo lo familiar, la tierra firme. Dejar atrás todo lo que te da seguridad en pos de un sueño. Un sueño en el que debes creer, porque vas a necesitar mucha fe para llegar a una nueva tierra que no ves… Y, habrá momentos, en que tanto la tierra que conocías, como aquella a la que te diriges, estarán tan lejos y, tu tan solo, que desearás no haber emprendido nunca ese viaje.
Cuando llegué aquí, en lo más profundo de mi corazón, yo ya había emprendido ese viaje…
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